Prólogo I

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Las diosas sabían que era de día, que los soles brillaban con rabia en lo alto del cielo, abrasando el suelo y cada mota de vida que había sobre la faz del planeta. Pero a pesar de ser un día donde cada criatura con posibilidad de movimiento debería resguardarse en cada mísera sombra que hubiera, había dos figuras que, no sólo no se resguardaban del asfixiante calor, sino que estaban enzarzadas en una actividad frenética.
Cada embestida arrancaba un gruñido extasiado de pura concentración, cada roce era un éxtasis para aquellas almas guerreras que luchaban por sobrevivir al enemigo. En sus caras una sonrisa satisfecha con cada gota de sangre derramada, pero sus ojos, oh, esos ojos eran como oscuros pozos torturados.
Con un movimiento tan fluido como imperceptible para la vista humana, una de aquellas figuras cayó al suelo de rodillas, llevándose las manos al agujero perpetrado por el arma de su contrincante en su pecho. Ningún alarido salió de labios del herido, ni una queja, tan sólo un suspiro resignado y lleno de dolor, de un dolor que nada tenía que ver con aquello que le aseguraba la muerte.
Pero aquello aún no había acabado, no. El guerrero vencedor se erguía, tenso, sobre su ahora fácil presa, con su arma derramando aquel preciado líquido rojo desde el pecho noble y musculoso, aún proporcionándole un contacto directo, el único modo en el que dos entes como aquellas pudieran estar en contacto. Aunque, traicionando a toda la causa de sus respectivas razas, se miraron a los ojos, como intentando llegar a la mismísima alma del contrario.
En absoluto silencio, se dijeron lo que se tenían que decir antes de que la cabeza de aquel que estaba de rodillas volara en un grotesco arco descendente hacia el suelo, a la vez que el cuerpo decapitado caía sin gracia. Aquello que una vez perteneció a uno de los machos más honorables que hubieran existido alguna vez, rodó hacia los delicados pero firmes pies que sostenían al vencedor, el cual permanecía estático, con la vista en el horizonte.
Y sólo cuando los soles desaparecieron, dejando aquel lugar en absoluta oscuridad, una noche tan cerrada que no se podría ver más allá de un palmo de tierra a tus pies, sólo en ese momentos, un alarido de puro odio, rencor y absoluto dolor estalló rompiendo la armonía del lugar.
Aquello aún no había acabado; tan sólo era el comienzo.

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